El 21-10-2012 murió Antonio. No me preguntéis el
apellido pues no lo se. Al regresar a casa, después de comprara el periódico y
ejercer nuestro derecho al voto, había dos policías en el soportal del chalet
en él que vivía. Un chalet dejado en abandono por sus dueños que según dicen
huyeron dejando un rastro de deudas. Allí, bajo ese soportal, tenía su casa
donde iba acumulando lo que encontraba por la calle tirado y en lo que él
aun encontraba alguna utilidad. Llegó a tener un somier con colchón donde dormir
estirado, y parecía que había encontrado un lugar donde asentarse y dejar de
recorrer las calles siempre increpado por los transeúntes quejosos de una visión
desagradable. Poseía un viejo carro de la compra destartalado lleno de bolsas
de contenido indescifrable. Unas mantas y trapos viejos, así como una escoba
con la que barría aquel pequeño trozo de acera que supongo consideraba su salón,
baño, cocina y dormitorio. Su vestimenta era siempre la misma. Vieja, raída y
sucia, espantaba a cualquiera de su acercamiento. Al igual que sus ropas, era
su piel y su pelo.
Se de su
nombre porque se lo pregunté. Las siguientes palabras no las entendí. En alguna
ocasión le dejaba una pequeña compra a base de pan de molde, fiambre al vacío,
fruta y galletas. Siempre daba las gracias, poco más decía y poco más quería
escuchar yo. Un cierto miedo y una cierta repulsión, todo hay que decirlo, me
impedía permanecer allí y tratar de hablar con el. Suponía que cada cual vivía
en su mundo y que solo la entrega de alimentos era nuestro punto de conexión. También
se que otros vecinos tenían a bien facilitarle comida y algo de dinero.
Bebía. Supongo que mucho. Solía tener un garrafón
de plástico de 5 litros
con vino. Algo que imagino le ayudaba a olvidar o sobrellevar su situación, de
tal forma que casi siempre estaba dormido, esparramado en un pequeño sillón
orejero que encontró en algún lado.
Quiero pensar que Antonio, a su modo, y seguro
que contra sus deseos iniciales, era feliz. O por lo menos vivía de una forma,
aunque muy sufrida, tranquila y, sobre todo, bastante libre. Quiero pensar que
su única atadura real era su dependencia del alcohol diario y un mínimo que
llevarse a la boca. En ambos casos creo que nunca le faltó de ninguno en la
medida de sus necesidades o pretensiones.
Quiero pensar que ni tan siquiera esas
necesidades ocupaban su pensamiento diario. Lo que pensase y sintiese yo no lo
se, pero en cierto modo envidiaba su libertad. Era dueño de sus actos y su
vida, y nada le ataba a ella. Si tenía preocupaciones lo desconozco, aunque
creo que vivía el momento, el instante mismo de su existencia. Y creo que vivía
sin miedo alguno, sin temores, sin preocupaciones, sin responsabilidades para
con nadie. Ni para consigo mismo.
Quiero pensar que Antonio era feliz en su miseria.
Que hacía mucho que había renunciado a su condición de ser humano, y que los
demás se lo afirmábamos haciéndole invisible.
Y hoy no trataría de reciclarle, reconvertirle,
de sacarle de esa miseria. Porque creo que en un momento de su vida tomó esa
decisión. La de vivir como vivía. Y quiero pensar, o quiero creer, que encontró
en ella una forma de vivir y de ser feliz. Si, digo ser feliz porque creo que
no hay mayor felicidad que la de ser libre. El no tener nada, te libera de
cualquier atadura. El no tener nada, te lo da todo para ti.
Al día siguiente, cuando pasé donde estaba camino
del trabajo, comprobé que la cuadrilla de limpieza del ayuntamiento había
despejado su casa. Sólo quedaban ciertas manchas en el suelo que me recordaban
que allí había vivido un ser humano.